Edith Södergran
Nada deja de existir cuando cierras los ojos:
el mar, las copas de los árboles y el viento,
siguen ahí.
Solo que en otros lugares son más azules
o menos verdes que acá
y parecen engañarnos con triste simpleza.
Así vuelven esos paisajes a posarse sobre
tus brazos
con realidad,
mientras respiras cada vez más lento
y el cielo de esta habitación
se oscurece.
Ahora llueve y te sorprendes,
como frente al espejo que te repite
con tenue persistencia.
Y nadie sabe lo que hay en tu corazón,
ni este poema que va saliéndose de tu boca,
mientras que florece en el firmamento
eso que ya no importa.
Abres los ojos y te resignas,
es hora de dormir.
N.N. (1997)
Un
pequeño foso
en los arenales de Villa El Salvador.
El médico forense
mide con los ojos el paisaje;
ya no excava, solo apunta con el índice
lo que debajo de nosotros
se vuelve imperecedero.
Se acordona el área
pero a poca distancia un grupo
de arqueólogos
es desalojado por la policía.
El forense le pide a su practicante
que escriba:
“todo en el Perú son cadáveres por descubrir,
la misma metáfora desenterrada.”
El oficial a cargo del levantamiento
nos manda a callar
con una mueca ridícula:
el testimonio de un mototaxista
-que casualmente pasaba por ahí-
es más importante que los huesos
calcinados, todavía humeantes.
El practicante vuelve a anotar:
“dos pernos en la tibia izquierda
de una fractura reciente.”
Una ligera brisa hace temblar
las bolsas de hule.
El fiscal firma el acta
y se cargan los restos en una camioneta.
El forense ve por última vez el horizonte
y se pregunta cuándo perdió valor la poesía.
No hay nada más que agregar,
nada más que agregar.
Recuerdo de Pompeya
Pompeya fue una ciudad de prostíbulos.
En sus paredes quedaron escritos
miles de nombres de mujeres, garabateados
como grafitis obscenos y rebeldes.
Allí, Catulo dijo:
“Lesbia, fiera de las praderas de Campania,
¿acaso fuiste tú la leona
que rugió tan fuerte debajo de mi cintura?”
Allí, Marcial escribió:
“No hay para ti momento alguno, Filis,
en que favorecida por mi excitación
no me robes con habilidad de rapiña”.
Y la poesía se derramaba como sudor
sobre los vientres de roca.
También siguen allí las inscripciones
en la casa de Sírico:
“Salve, lucrum. Salve, mulier”
(entre los escombros de esta casa de citas
todavía se escuchan los gritos de la muerte).
Y en las columnas del templo de Júpiter
manos escépticas esculpieron su odio a la vida:
“Orgia mortis. Divina pluvia”
(y esos gritos fueron de placer ante lo
inevitable).
Nada de lo vivido en Pompeya
quedó registrado en los anales de Plinio, el viejo,
quien murió sepultado bajo el miedo.
Para eso solo están las cenizas volcánicas:
la violencia seminal del Vesubio
que castigó a esta ciudad hasta convertirla
en un recuerdo de piedra.
Estaciones chinas
I
Sueño tardío. Perdido en las tinieblas
de este amanecer, no escucho ningún trino.
Dentro de la oscuridad todavía hay
rumor de insectos y olor a lluvia.
¿Y si no se han rendido las últimas flores?
Yo habré caído.
II
La luz serena sobre el estático torrente,
me deleito.
Ni el canto del viento quiebra el secreto
de este paisaje congelado.
A poca distancia duerme una barca de hielo…
mi aliento es extrañamente blanco.
III
Me detengo ante el inesperado paisaje y pienso:
“El río azul acentúa la blancura de las nubes,
en el bosque están a punto incendiarse las flores.”
Saco el pincel y escribo:
“Esta estación pasará pronto, así arribará la
tristeza.”
Así me doy cuenta que detenido
no soy más el mismo.
IV
Hace calor y la montaña me mira sigilosa
cubriéndome de inmensidad.
Mientras guardo silencio, desorientado,
algo llega a mis oídos
y tiene que ver con el adiós.
Mi bastón ya no hace sombra,
el horizonte es finito.
Flores de Hiroshima
Ichi (uno)
Breve, muy breve…
El fulgor que deja
la luciérnaga.
Hiroshima era una ciudad de papel
gracias a los B-29 norteamericanos,
máquinas estúpidas que dibujaban pájaros oscuros
sobre las calles.
B-san,
clamábamos mientras sonaban
las alarmas de evacuación
y desplegábamos los protocolos de defensa
antiaérea.
En los árboles de alcanfor del
parque Asano
brotaban hojas de polvo.
Así pasaban los días, inalterables,
bajo los fogonazos de pétalos blancos.
En la primera plana del Chugoku Shimbun se
publicó:
Venceremos a fuego y sangre, un lunes 6 de agosto.
Ese día
los pájaros cantaron por última vez
a las 8:14 horas de la mañana:
era demasiado alto
como para saber que dentro de un solo bombardero
existiera tanta luz.
Ni (dos)
Lluvia de fuego,
llanuras
desoladas.
Inútil claridad.
Mizu, mizu, ¡agua, agua!
Desde los escombros el vapor ascendió en una
exhalación oscura.
A varios kilómetros sobre Hiroshima,
turbulencias de arenilla y fragmentos de fisión
engendraron nubes venenosas.
Una lluvia gruesa
cubrió 140 mil cadáveres
con la serenidad de un Dios brutal.
Agua, agua. Mizu, mizu.
Los pocos que quedábamos en pie
no teníamos conciencia del desastre.
Ojos vaciados, piel desgarrada y huesos calcinados
(miles de gritos mutilados entre cuerpos
indescifrables).
¡Mizu, mizu!
Algunos llegaron al río Otta
y se fundieron en su torrente
queriendo aplacar el ardor.
Dibujados sobre sus torsos desnudos
habían flores primaverales,
tatuajes dolorosos del kimono
antes de desvanecerse.
En el ambiente prevalecía un aroma eléctrico
y el cielo se derramaba en gotas extrañas,
demasiado grandes…
¡Son los norteamericanos! Nos están rociando
gasolina
¡Nos van a incinerar!
Y saltaron crisantemos carmesíes entre los despojos
humanos.
El presidente Harry Truman vociferó por la radio:
Si no aceptan nuestros
términos,
pueden esperar una cascada de
muerte,
algo nunca antes visto sobre
la tierra.
Agua, agua.
Al poco tiempo
dejó de llover.
San (tres)
Cadena de deseos:
para llegar a mil
grullas
se empieza con
solo una.
Los informes de la prensa fueron abrumadoramente
discretos:
durante tres días no tuvimos ningún reporte oficial
y la esperanza se diluía entre los cascajos de
piedra
que antes eran nuestros hogares.
Hasta que estalló la rosa de Nagasaki.
A las 11:02 de la mañana, del 9 de agosto,
120 mil personas fueron vaporizadas en
silencio.
A Hiroshima llegaron científicos para hurgar entre
los esqueletos
con electroscopios.
La Cruz Roja atendía con ocho médicos a diez mil
víctimas.
Nunca antes hubo tanta ceniza para los altares.
Entonces el Emperador Hirohito
sollozó por los altoparlantes:
Si continuamos, la guerra no sólo supondrá la
aniquilación
de nuestro país
sino, también, de la civilización humana.
Todo ha terminado.
Ese mismo día otro B-29 desangró el cielo:
¡Flores de cerezo!, —cerramos los ojos.
Mil grullas de papel formularon un deseo.
A
partir del excelente trabajo del reportero Jhon Hersey, publicado en New
Yorker, Hiroshima, en 1946.
Diego Alonso Sánchez (Lima, 1981).
Bachiller en Literatura peruana e hispanoamericana por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. En 2009 publicó el poemario Por el pequeño sendero interior de Matsuo Basho, y en el 2013 ganó el Concurso Nacional de Poesía de la Asociación Peruano Japonesa, premio José Watanabe Varas, con el libro Se inicia un camino sin saberlo (2014) Ha publicado, también, el poemario Pasos silenciosos entre flores de fuji, en el 2016.
Entusiasta difusor de la literatura japonesa, también es un estudioso de las diferentes manifestaciones culturales nikkei en el Perú. Forma parte de la Asociación Latinoamericana de Estudios de Asia y África (ALADAA - Perú).
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