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viernes, 17 de marzo de 2023

5 POEMAS DE DIEGO ALONSO SÁNCHEZ

 


Queremos compartir con nuestros lectores la poesía de Diego Alonso Sánchez, quien es amante de la cultura japonesa, difusor y conocedor de la cultura asiática. Además de haber formado su trayectoria poética con premios y reconocimientos a su obra. Hace poco ha publicado un nuevo libro, y desde aquí, queremos compartir cinco poemas que Diego tuvo a bien compartir con nosotros.


Edith Södergran

 

Nada deja de existir cuando cierras los ojos:

el mar, las copas de los árboles y el viento,

siguen ahí.

Solo que en otros lugares son más azules

o menos verdes que acá

y parecen engañarnos con triste simpleza.

Así vuelven esos paisajes a posarse sobre

tus brazos

con realidad,

mientras respiras cada vez más lento

y el cielo de esta habitación

se oscurece.

Ahora llueve y te sorprendes,

como frente al espejo que te repite

con tenue persistencia.

Y nadie sabe lo que hay en tu corazón,

ni este poema que va saliéndose de tu boca,

mientras que florece en el firmamento

eso que ya no importa.

 

Abres los ojos y te resignas,

es hora de dormir.

 

 N.N. (1997)

 

Un pequeño foso

en los arenales de Villa El Salvador.

El médico forense

mide con los ojos el paisaje;

ya no excava, solo apunta con el índice

lo que debajo de nosotros

se vuelve imperecedero.

Se acordona el área

pero a poca distancia un grupo

de arqueólogos

es desalojado por la policía.

 

El forense le pide a su practicante

que escriba:

“todo en el Perú son cadáveres por descubrir,

la misma metáfora desenterrada.”

 

El oficial a cargo del levantamiento

nos manda a callar

con una mueca ridícula:

el testimonio de un mototaxista

-que casualmente pasaba por ahí-

es más importante que los huesos

calcinados, todavía humeantes.

 

El practicante vuelve a anotar:

“dos pernos en la tibia izquierda

de una fractura reciente.”

Una ligera brisa hace temblar

las bolsas de hule.

 

El fiscal firma el acta

y se cargan los restos en una camioneta.

El forense ve por última vez el horizonte

y se pregunta cuándo perdió valor la poesía.

No hay nada más que agregar,

nada más que agregar.

 

Recuerdo de Pompeya

 

Pompeya fue una ciudad de prostíbulos.

En sus paredes quedaron escritos

miles de nombres de mujeres, garabateados

como grafitis obscenos y rebeldes.

Allí, Catulo dijo:

“Lesbia, fiera de las praderas de Campania,

¿acaso fuiste tú la leona

que rugió tan fuerte debajo de mi cintura?”

Allí, Marcial escribió:

“No hay para ti momento alguno, Filis,

en que favorecida por mi excitación

no me robes con habilidad de rapiña”.

 

Y la poesía se derramaba como sudor

sobre los vientres de roca.

 

También siguen allí las inscripciones

en la casa de Sírico:

“Salve, lucrum. Salve, mulier”

(entre los escombros de esta casa de citas

todavía se escuchan los gritos de la muerte).

Y en las columnas del templo de Júpiter

manos escépticas esculpieron su odio a la vida:

“Orgia mortis. Divina pluvia”

(y esos gritos fueron de placer ante lo inevitable).

 

Nada de lo vivido en Pompeya

quedó registrado en los anales de Plinio, el viejo,

quien murió sepultado bajo el miedo.

Para eso solo están las cenizas volcánicas:

la violencia seminal del Vesubio

que castigó a esta ciudad hasta convertirla

en un recuerdo de piedra.

 

Estaciones chinas

 

I

 

Sueño tardío. Perdido en las tinieblas

de este amanecer, no escucho ningún trino.

Dentro de la oscuridad todavía hay

rumor de insectos y olor a lluvia.

¿Y si no se han rendido las últimas flores?

Yo habré caído.

  

II

 

La luz serena sobre el estático torrente,

me deleito.

Ni el canto del viento quiebra el secreto

de este paisaje congelado.

A poca distancia duerme una barca de hielo…

mi aliento es extrañamente blanco.

  

III

 

Me detengo ante el inesperado paisaje y pienso:

“El río azul acentúa la blancura de las nubes,

en el bosque están a punto incendiarse las flores.”

Saco el pincel y escribo:

“Esta estación pasará pronto, así arribará la tristeza.”

Así me doy cuenta que detenido

no soy más el mismo.

 

 IV

 

Hace calor y la montaña me mira sigilosa

cubriéndome de inmensidad.

Mientras guardo silencio, desorientado,

algo llega a mis oídos

y tiene que ver con el adiós.

Mi bastón ya no hace sombra,

el horizonte es finito.

 

Flores de Hiroshima

 

 Ichi (uno)

Breve, muy breve…

El fulgor que deja

la luciérnaga.

 

Hiroshima era una ciudad de papel

gracias a los B-29 norteamericanos,

máquinas estúpidas que dibujaban pájaros oscuros

sobre las calles.

B-san, clamábamos mientras sonaban

las alarmas de evacuación

y desplegábamos los protocolos de defensa antiaérea.

En los árboles de alcanfor del parque Asano

brotaban hojas de polvo.

Así pasaban los días, inalterables,

bajo los fogonazos de pétalos blancos.

 

En la primera plana del Chugoku Shimbun se publicó:

Venceremos a fuego y sangre, un lunes 6 de agosto.

Ese día

los pájaros cantaron por última vez

a las 8:14 horas de la mañana:

 

era demasiado alto

como para saber que dentro de un solo bombardero

existiera tanta luz.

 

 Ni (dos)

Lluvia de fuego,

llanuras desoladas.

Inútil claridad.

 

Mizu, mizu, ¡agua, agua!

Desde los escombros el vapor ascendió en una exhalación oscura.

A varios kilómetros sobre Hiroshima,

turbulencias de arenilla y fragmentos de fisión

engendraron nubes venenosas.

Una lluvia gruesa

cubrió 140 mil cadáveres

con la serenidad de un Dios brutal.

 

Agua, agua. Mizu, mizu.

Los pocos que quedábamos en pie

no teníamos conciencia del desastre.

Ojos vaciados, piel desgarrada y huesos calcinados

(miles de gritos mutilados entre cuerpos indescifrables).

¡Mizu, mizu!

Algunos llegaron al río Otta

y se fundieron en su torrente

queriendo aplacar el ardor.

Dibujados sobre sus torsos desnudos

habían flores primaverales,

tatuajes dolorosos del kimono

antes de desvanecerse.

En el ambiente prevalecía un aroma eléctrico

y el cielo se derramaba en gotas extrañas, demasiado grandes…

¡Son los norteamericanos! Nos están rociando gasolina

¡Nos van a incinerar!

Y saltaron crisantemos carmesíes entre los despojos humanos.

 

El presidente Harry Truman vociferó por la radio:

Si no aceptan nuestros términos,

pueden esperar una cascada de muerte,

algo nunca antes visto sobre la tierra.

 

Agua, agua.

Al poco tiempo

dejó de llover.

  

San (tres)

Cadena de deseos:

para llegar a mil grullas

se empieza con solo una.

 

Los informes de la prensa fueron abrumadoramente discretos:

durante tres días no tuvimos ningún reporte oficial

y la esperanza se diluía entre los cascajos de piedra 

que antes eran nuestros hogares.

 

Hasta que estalló la rosa de Nagasaki.

A las 11:02 de la mañana, del 9 de agosto,

120 mil personas fueron vaporizadas en silencio. 

 

A Hiroshima llegaron científicos para hurgar entre los esqueletos

con electroscopios.

La Cruz Roja atendía con ocho médicos a diez mil víctimas.

Nunca antes hubo tanta ceniza para los altares.

Entonces el Emperador Hirohito

sollozó por los altoparlantes:

Si continuamos, la guerra no sólo supondrá la aniquilación          

de nuestro país

sino, también, de la civilización humana.

Todo ha terminado.

 

Ese mismo día otro B-29 desangró el cielo:

¡Flores de cerezo!, —cerramos los ojos.

 

Mil grullas de papel formularon un deseo. 

 

 A partir del excelente trabajo del reportero Jhon Hersey, publicado en New Yorker, Hiroshima, en 1946.

 

 

Diego Alonso Sánchez (Lima, 1981).

Bachiller en Literatura peruana e hispanoamericana por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. En 2009 publicó el poemario Por el pequeño sendero interior de Matsuo Basho, y en el 2013 ganó el Concurso Nacional de Poesía de la Asociación Peruano Japonesa, premio José Watanabe Varas, con el libro Se inicia un camino sin saberlo (2014) Ha publicado, también, el poemario Pasos silenciosos entre flores de fuji, en el 2016.

Entusiasta difusor de la literatura japonesa, también es un estudioso de las diferentes manifestaciones culturales nikkei en el Perú. Forma parte de la Asociación Latinoamericana de Estudios de Asia y África (ALADAA - Perú).

 


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