UNA CARACOLA QUE CONTIENE EL MAR
El Uno Rojo es el retrato de la muerte adherido al casco de un soldado que se acerca sigiloso a una plata infestada de silencio, en Normandía o en Sicilia. Es también la conversación de dos amigos tratando de hacerse fuertes caminando bajo la garúa. Dos amantes encerradas en un baúl también bendicen su nombre, entre la felicidad que les permite sollozarse mutuamente. Luego, donde dos se encuentran, bajo el contorno metafórico del nombre UNO ROJO, se vuelven uno en la melancolía, la comparten, la digieren y la convierten en soledad, como hace Andrea Cabel en su pequeño poemario.
Tarea difícil es contener la melancolía en secretos habitáculos, cuando esta es marina y abovedada como lo entiende Andrea. Quizás esto sea posible si adoptamos la forma estética de la miniatura. Para ello, debemos asumir que este libro es una pequeña caja hermética y transparente (una caracola que contiene el mar, por ejemplo) con la fuerza suficiente para evocar la totalidad a través de lo mínimo, siempre simbólico, siempre valioso.
Unas armas posadas en el polvo, antes aves de la mortandad y ahora pequeños pájaros color de tierra, son la primera imagen difusa que nos entrega el libro. La guerra familiar ha sido, al fin y al cabo, la primera experiencia del abandono: “Los padres no existen, son viejas armas de guerra, / excusas falsas para evadir la sensación de estar solos”.
Pero el yo lírico que se va construyendo asume un nuevo escenario para el desasosiego y el número adecuado del exceso y la impaciencia (el once). El estómago es como la casa y la cama, un espacio que sintetiza la partida. El estómago la digiere mal, la casa la deplora con una ventana abierta, la cama se expande hasta alcanzar la ausencia. El corazón no existe cuando Andrea habla de esta ausencia visceral y cósmica. El estómago es el espacio de refugio del alma, el kókoro y representa el trazo nervioso y cada vez distinto de nuestra humanidad.
La realidad de la desolación se proyecta en los objetos, como ocurre en “Los deseos y las piedras”. Las actividades cotidianas pierden el poco sentido que tenían o se exacerban a tal magnitud simbólica que resultan insoportable. Mientras que el mundo distante acoge a quien se ha ido (para ella siempre habrá alguna sorpresa o algún recuerdo entre papeles o lunas descoloridas) la que se queda debe estrellar sus deseos contra las rocas. Comerlas o arrojarlas a voluntad da lo mismo. Ningún reclamo alterará las orillas oscuras del continente separado. “(…) es huérfano el corazón del miedo”, se menciona; el fluido que lo alentaba, el cuerpo que le correspondía y el universo líquido que permitía la seguridad uterina ha abandonado gota a gota la concavidad milimétrica del vientre. La destrucción y las llamas lo cubren todo.
La geografía puede ser también la del extrañamiento. La inmediata respuesta es habitar el recuerdo y reconstruir escenarios, ambientes, tiempos y refugios. La explosión ha sucedido y es necesario permanecer cubierto. El soldado cava una trinchera entre las ramas y espera la llegada de su asesino, pero también de todo aquello que lo hizo feliz. El yo lírico se desplaya entre las hayas y la ria de Bilbao, y quizás del otro lado del mundo, desde la “isla de un lago” altiplánico. La emoción se torna bucólica, porque el pasado es reconfortante (incluso el del pasado no vivido, el relatado, el que desde siempre puede ser percibido por los años o los árboles o en las paginas de un álbum de fotografías) las actividades mas simples tenían otro significado cuando ellas se encontraban y cuando devotamente, “esperar era verte a los ojos (…)”.
Las cursivas de las paginas 11 y 14 nos señalan un discurso alterno, que nos presenta un arte poética implícita: “(…) flor de caligrama, cuerpo de pétalos, ceremonias donde hundes y sales multiplicando la materia en llamas (…)”. La intención metatextual se pierden en la mención del caligrama. La imagen es concreta, no artificiosa. Ella, la persona amada, no se expresa en un caligrama, simplemente lo es. Ella es poesía que se lava los dientes por las mañanas, objeto y pasión de la ceremonia escritural, personaje, actitud, sombra y palabra dibujada. Ella es como el cuerpo y la finalidad del poema: “anestesia y abismo”.
La quinta estancia es la de “Saudade”. En ella, el monólogo y el llanto disimulado en un modo de revelación y la “realidad mal cocida” vareliana es, en los versos de Cabel, “la materia agria de estar sola”.
La conciencia en cursiva persiste en su juego (parece un bocado de la teatralización que ya se acerca) El adormecimiento corporal es una invitación al ensimismamiento; pero ofrecer el cuerpo magullado también implica admitir la posibilidad de una “llama recién nacida / diaria/ resuelta (…)”; una posible mirada que vivifique lo acabado del cuerpo doliente, las piernas fragmentadas en ventanas. El yo lírico no se arriesga, pero acaricia la idea (y la herida): “quién deshace el incendio y se hace rectángulo, garganta, puerta”.
La parte final del poemario, “La eternidad de una esquirla –una obra sin telón” (sin inicio ni final) nos brinda la sensación de inmediatez y de infinitud. La esquirla es el resultado de la violencia, nos la recuerda en cada fragmento eternamente perdido y latente. Se introduce con dolor en la piel de los combatientes. Los que sobreviven a la guerra pueden vivir con ellas hasta el infinito y apreciarlas como un recuerdo encarnado que se palpa en el propio cuerpo.
Esta alegoría reelabora el sentido renovador que puede adquirir una herida abierta. “A” y “B” son afectadas. Ambas han padecido el combate y están mutiladas para dar afecto. “B” parece aspirar a “A”: requiere dejar marcas que hagan posible el encuentro. Ambas parecen recrearse, rearmar sus cuerpos devastados. “B” parece observar el “paisaje de vainilla”. “A” percibe que en compañía de “B” la luna no es más oscura y llena de polvo.
Ambas han sido reunidas en soledad, han padecido el ataque; ahora son un colectivo solitario, como los soldados huérfanos del UNO ROJO, desasido, que busca encontrarse secretamente: “una caja fuerte para guardar nuestra piel desnuda, para que nos e pierdan nuestros números. última canción de fuego”.
“A” parece ser la maestra de “B”, una discípula aplicada en coser la piel de sus heridas abiertas pero los retazos de piel resultan ser escasos. Cosen y descosen en el espacio secreto del baúl; reconstruyen su sensibilidad hecha harapos. Esa piel que las hace ser perseguidas, es la misma piel que las vincula de forma especial, “A” parece recrear a “B” con sus propios residuos, con su propio barro y sus propias palabras. “B” parece encender el apagado paisaje de “A” y ser su palabra precisa y mágica. Se convierten en voces que descubren (nos descubren) su naturaleza mínima y describen minuciosas su extrañamiento.
La conexión entre ambas es sensual y a la vez dolorosa. El intercambio de percepciones, la unión plena de sentidos, el amor corporal entre “A” y “B” parece acelerar la destrucción: “B dice: vuelve, absorbe mi respiración, dime que sangro a disposición de tu boca, escúchame (…) atroz, es atroz /un corazón aterrado que no quiere abandonar la tierra (…) es atroz amarte como lo hago”
Finalmente, luego de breves silencios, los que observamos la escena comprendemos que la persecución que sufren las aísla, pero también las reúne. En a breve intimidad, surge otro sentido de la explosión y la esquirla. La brevedad del encuentro amoroso e impedido es también explosión y la esquirla no es recuerdo doloroso que corrompe la carne sino desfogue de la contención: placer. “B” es para “A” una pequeña esquirla que recuerda otro tipo de explosión, esta vez eufórica. Ambas planean destruir las barreras o no destruirlas, da lo mismo: “a dice: no importa cuánta puerta cerrada o ventana abierta, b dice: no importa esa reja que me deja sin flores (…) tu risa que desaparece y aparece como la brisa, en todas partes)
Este breve poemario nos permite tomar en cuenta la maestría con que la autora, como en su primera producción, “Las falsas actitudes del agua”, escoge minuciosamente fragmentos de realidad vinculados por la memoria, para hilvanar, por medio de imágenes y figuras ligadas estéticamente al surrealismo, una regularidad histórica cargada de tensión emotiva que ahonda en la temática amorosa y en sus variadas representaciones. Podemos afirmar que el interés de Andrea en dicha temática mide y va más allá de las nociones de cuerpo, personalidad, sensación y género a las que nuestro medio nos mantiene acostumbrados.
El Uno Rojo es el retrato de la muerte adherido al casco de un soldado que se acerca sigiloso a una plata infestada de silencio, en Normandía o en Sicilia. Es también la conversación de dos amigos tratando de hacerse fuertes caminando bajo la garúa. Dos amantes encerradas en un baúl también bendicen su nombre, entre la felicidad que les permite sollozarse mutuamente. Luego, donde dos se encuentran, bajo el contorno metafórico del nombre UNO ROJO, se vuelven uno en la melancolía, la comparten, la digieren y la convierten en soledad, como hace Andrea Cabel en su pequeño poemario.
Tarea difícil es contener la melancolía en secretos habitáculos, cuando esta es marina y abovedada como lo entiende Andrea. Quizás esto sea posible si adoptamos la forma estética de la miniatura. Para ello, debemos asumir que este libro es una pequeña caja hermética y transparente (una caracola que contiene el mar, por ejemplo) con la fuerza suficiente para evocar la totalidad a través de lo mínimo, siempre simbólico, siempre valioso.
Unas armas posadas en el polvo, antes aves de la mortandad y ahora pequeños pájaros color de tierra, son la primera imagen difusa que nos entrega el libro. La guerra familiar ha sido, al fin y al cabo, la primera experiencia del abandono: “Los padres no existen, son viejas armas de guerra, / excusas falsas para evadir la sensación de estar solos”.
Pero el yo lírico que se va construyendo asume un nuevo escenario para el desasosiego y el número adecuado del exceso y la impaciencia (el once). El estómago es como la casa y la cama, un espacio que sintetiza la partida. El estómago la digiere mal, la casa la deplora con una ventana abierta, la cama se expande hasta alcanzar la ausencia. El corazón no existe cuando Andrea habla de esta ausencia visceral y cósmica. El estómago es el espacio de refugio del alma, el kókoro y representa el trazo nervioso y cada vez distinto de nuestra humanidad.
La realidad de la desolación se proyecta en los objetos, como ocurre en “Los deseos y las piedras”. Las actividades cotidianas pierden el poco sentido que tenían o se exacerban a tal magnitud simbólica que resultan insoportable. Mientras que el mundo distante acoge a quien se ha ido (para ella siempre habrá alguna sorpresa o algún recuerdo entre papeles o lunas descoloridas) la que se queda debe estrellar sus deseos contra las rocas. Comerlas o arrojarlas a voluntad da lo mismo. Ningún reclamo alterará las orillas oscuras del continente separado. “(…) es huérfano el corazón del miedo”, se menciona; el fluido que lo alentaba, el cuerpo que le correspondía y el universo líquido que permitía la seguridad uterina ha abandonado gota a gota la concavidad milimétrica del vientre. La destrucción y las llamas lo cubren todo.
La geografía puede ser también la del extrañamiento. La inmediata respuesta es habitar el recuerdo y reconstruir escenarios, ambientes, tiempos y refugios. La explosión ha sucedido y es necesario permanecer cubierto. El soldado cava una trinchera entre las ramas y espera la llegada de su asesino, pero también de todo aquello que lo hizo feliz. El yo lírico se desplaya entre las hayas y la ria de Bilbao, y quizás del otro lado del mundo, desde la “isla de un lago” altiplánico. La emoción se torna bucólica, porque el pasado es reconfortante (incluso el del pasado no vivido, el relatado, el que desde siempre puede ser percibido por los años o los árboles o en las paginas de un álbum de fotografías) las actividades mas simples tenían otro significado cuando ellas se encontraban y cuando devotamente, “esperar era verte a los ojos (…)”.
Las cursivas de las paginas 11 y 14 nos señalan un discurso alterno, que nos presenta un arte poética implícita: “(…) flor de caligrama, cuerpo de pétalos, ceremonias donde hundes y sales multiplicando la materia en llamas (…)”. La intención metatextual se pierden en la mención del caligrama. La imagen es concreta, no artificiosa. Ella, la persona amada, no se expresa en un caligrama, simplemente lo es. Ella es poesía que se lava los dientes por las mañanas, objeto y pasión de la ceremonia escritural, personaje, actitud, sombra y palabra dibujada. Ella es como el cuerpo y la finalidad del poema: “anestesia y abismo”.
La quinta estancia es la de “Saudade”. En ella, el monólogo y el llanto disimulado en un modo de revelación y la “realidad mal cocida” vareliana es, en los versos de Cabel, “la materia agria de estar sola”.
La conciencia en cursiva persiste en su juego (parece un bocado de la teatralización que ya se acerca) El adormecimiento corporal es una invitación al ensimismamiento; pero ofrecer el cuerpo magullado también implica admitir la posibilidad de una “llama recién nacida / diaria/ resuelta (…)”; una posible mirada que vivifique lo acabado del cuerpo doliente, las piernas fragmentadas en ventanas. El yo lírico no se arriesga, pero acaricia la idea (y la herida): “quién deshace el incendio y se hace rectángulo, garganta, puerta”.
La parte final del poemario, “La eternidad de una esquirla –una obra sin telón” (sin inicio ni final) nos brinda la sensación de inmediatez y de infinitud. La esquirla es el resultado de la violencia, nos la recuerda en cada fragmento eternamente perdido y latente. Se introduce con dolor en la piel de los combatientes. Los que sobreviven a la guerra pueden vivir con ellas hasta el infinito y apreciarlas como un recuerdo encarnado que se palpa en el propio cuerpo.
Esta alegoría reelabora el sentido renovador que puede adquirir una herida abierta. “A” y “B” son afectadas. Ambas han padecido el combate y están mutiladas para dar afecto. “B” parece aspirar a “A”: requiere dejar marcas que hagan posible el encuentro. Ambas parecen recrearse, rearmar sus cuerpos devastados. “B” parece observar el “paisaje de vainilla”. “A” percibe que en compañía de “B” la luna no es más oscura y llena de polvo.
Ambas han sido reunidas en soledad, han padecido el ataque; ahora son un colectivo solitario, como los soldados huérfanos del UNO ROJO, desasido, que busca encontrarse secretamente: “una caja fuerte para guardar nuestra piel desnuda, para que nos e pierdan nuestros números. última canción de fuego”.
“A” parece ser la maestra de “B”, una discípula aplicada en coser la piel de sus heridas abiertas pero los retazos de piel resultan ser escasos. Cosen y descosen en el espacio secreto del baúl; reconstruyen su sensibilidad hecha harapos. Esa piel que las hace ser perseguidas, es la misma piel que las vincula de forma especial, “A” parece recrear a “B” con sus propios residuos, con su propio barro y sus propias palabras. “B” parece encender el apagado paisaje de “A” y ser su palabra precisa y mágica. Se convierten en voces que descubren (nos descubren) su naturaleza mínima y describen minuciosas su extrañamiento.
La conexión entre ambas es sensual y a la vez dolorosa. El intercambio de percepciones, la unión plena de sentidos, el amor corporal entre “A” y “B” parece acelerar la destrucción: “B dice: vuelve, absorbe mi respiración, dime que sangro a disposición de tu boca, escúchame (…) atroz, es atroz /un corazón aterrado que no quiere abandonar la tierra (…) es atroz amarte como lo hago”
Finalmente, luego de breves silencios, los que observamos la escena comprendemos que la persecución que sufren las aísla, pero también las reúne. En a breve intimidad, surge otro sentido de la explosión y la esquirla. La brevedad del encuentro amoroso e impedido es también explosión y la esquirla no es recuerdo doloroso que corrompe la carne sino desfogue de la contención: placer. “B” es para “A” una pequeña esquirla que recuerda otro tipo de explosión, esta vez eufórica. Ambas planean destruir las barreras o no destruirlas, da lo mismo: “a dice: no importa cuánta puerta cerrada o ventana abierta, b dice: no importa esa reja que me deja sin flores (…) tu risa que desaparece y aparece como la brisa, en todas partes)
Este breve poemario nos permite tomar en cuenta la maestría con que la autora, como en su primera producción, “Las falsas actitudes del agua”, escoge minuciosamente fragmentos de realidad vinculados por la memoria, para hilvanar, por medio de imágenes y figuras ligadas estéticamente al surrealismo, una regularidad histórica cargada de tensión emotiva que ahonda en la temática amorosa y en sus variadas representaciones. Podemos afirmar que el interés de Andrea en dicha temática mide y va más allá de las nociones de cuerpo, personalidad, sensación y género a las que nuestro medio nos mantiene acostumbrados.
Por: Miguel Ángel Malpartida
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